Alberto Fernández: El quinto peronismo.
En el imaginario de Alberto Fernández centellea el deseo de fundar el quinto peronismo. Si Perón tuvo dos etapas muy distintas, la que dio origen al movimiento entre 1945 y 1955 y la que apenas duró tres años en la década del setenta; el tercer peronismo fue obra de Carlos Menem, en los noventa; y el cuarto se instaló en pleno siglo veintiuno, con sello kirchnerista. Ahora, el nuevo presidente deberá emprender su gesta refundadora en las peores condiciones que haya conocido nunca un gobierno justicialista.
Según Juan Gabriel Tokatlian existen tres planos de coexistencia que determinan la gobernabilidad: la dimensión global, el espacio regional y la situación interna. Cada vez que el peronismo llegó al poder, al menos una de esas tres variables se encontraba en un estado saludable; y algunos disfrutaron vientos de cola en dos de aquellos factores. El primer Perón, por ejemplo, asumió cuando la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin y las posibilidades exportadoras del país se multiplicaban, al mismo tiempo que las arcas nacionales mostraban una interesante musculatura. Por su parte, el kirchnerismo disfrutó el boom de las commodities y un escenario regional dominado por la marea rosa.
Muy por el contrario, el quinto peronismo llega a la Casa Rosada justo cuando repiquetean las alarmas en todos los rubros. Una intensa inestabilidad planetaria producto de la disputa geopolítica entre Estados Unidos y China, además de la economía global en recesión; un panorama regional explosivo marcado por el revival de la doctrina Monroe (América para los americanos), sistemas políticos que se desploman más allá de las ideologías, y el crecimiento de una derecha que ha decidido romper las reglas de juego apelando a procedimientos reñidos con las formas democráticas; un escenario nacional de gran vulnerabilidad, condicionado por la deuda impagable y por el incómodo objetivo de arrinconar al hambre.
En este escenario desfavorable el tan mentado pacto social se convierte en una necesidad tan básica como improbable de concretar.
La región sufrió en el último mes un cambio cualitativo. La ruina casi al unísono de los esquemas de gobernabilidad con asiento en Chile y Bolivia confirma el carácter crónico de una crisis política de nueva generación. Ambos países representaban el mejor ejemplo de las alternativas que disputan la hegemonía en el subcontinente. Si el modelo chileno servía como argumento de la derecha para seguir apostando por un neoliberalismo alienado y endeudador, el éxito macroeconómico boliviano mostraba que el socialismo del siglo XXI podía ser reverenciado incluso por los organismos internacionales de crédito. La interrupción abrupta y violenta de los dos procesos –con significados absolutamente opuestos: el primero a partir de una insurrección popular que parece insaciable, el segundo a través de un golpe de estado fascista y saludado por las elites– expresa la fragilidad estructural de instituciones políticas que no consiguen disimular las fallas tectónicas de las sociedades contemporáneas.
Tanto en Bolivia como en Chile, representantes de partidos políticos antitéticos han procurado establecer acuerdos de pacificación. Son pactos firmados al borde del abismo, ungidos por la zozobra y el miedo a la peor de las anomias, pero carentes de una idea sobre el destino común y por lo tanto defensivos, débiles, biodegradables.
El virus destituyente también opera a pleno en Brasil y Colombia, los países más poderosos de la región; penetró de lleno en Ecuador y corroe sin pausa los cimientos de la institucionalidad peruana. En este contexto la alternancia Argentina sobresale como un dato discordante, por su relativa armonía. Sin embargo nuestra coyuntura no es inmune al trasfondo de intensa conflictividad que atraviesa las fronteras nacionales. La rocosa consistencia de la polarización en las dos orillas del Río de la Plata es el síntoma de un desacuerdo esencial que impide cualquier cierre hegemónico. Mucho menos parece viable la construcción de consensos, verdadero talismán de las democracias liberales.
Es cierto que con poco, el peronismo que amanece puede hacer la diferencia. Basta con torcer la tendencia decadente a la que Mauricio Macri nos conducía con obsesiva fatalidad, para conseguir un poco de aire y abrir una luz de esperanza. Tampoco hay que subestimar el principal recurso con que cuenta Alberto Fernández: su experiencia en el ejercicio del poder y la capacidad de contener intereses disímiles en base al arte de la componenda. De hecho, impresiona la naturalidad con la que conduce esa heterogeneidad de procedencias, estilos e ideologías que conforman la nueva coalición gobernante.
Pero la única verdad es la realidad y el voluntarismo no es buen consejero. Las reminiscencias al 2003, omnipresentes, son tan tiernas como cándidas. No solo el momento histórico es otro, mucho menos alentador; también la sociedad cambió sensiblemente, parece cada vez más irritada y con una menguante fe en la política; mientras la derecha salió fortalecida de su paso por el Estado y, a pesar del estruendoso fracaso de gestión, se prepara para una resistencia activa, dogmática, quizás violenta.
Todo parece indicar que esta vez el peronismo sí va a necesitar un poco de magia.
COLECTIVO CRISIS
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