Despertó Chile contra el neoliberalismo.
La rebelión chilena no cesa de derramar sobre las calles. Insaciable, rebalsa todo compartimento estanco que procure formatearla. Ya sobrepasó a la represión militar, aunque la violencia carabinera persiste –monótona e inercial. Ya derrocó a un gabinete y amenaza con destituir al oficialismo de derecha, sin que el retorno de la centroizquierda sea una posibilidad para nadie. Tampoco una fuerza nueva y moderna como el Frente Amplio parece dar la talla. La disputa se da ahora al interior del Proceso Constituyente. ¿Cuál será la forma política de esta revuelta que se sabe sin garantías? Una reflexión atónita, desde Valparaíso.
Todo comenzó el 18 de octubre (2019) bajo la forma de un reventón inorgánico y espontáneo, motivado por el alza del pasaje del metro. Entonces salió a la superficie el contexto: la transferencia de los costos de la crisis económica hacia las mayorías, en medio de un incremento de las formas autoritarias por parte del gobierno (todavía estaban frescas las imágenes de la represión policial en el establecimiento más emblemático de la educación media pública).
Esa misma noche fue decretado el Estado de Emergencia en Santiago y algunas comunas colindantes. El 19 la movilización se expandió rápidamente por el país. El 22 a la noche el Presidente concurrió en cadena nacional de televisión con una “agenda social”, lo más radical que puede prometer la derecha sin tocar un ápice las bases de modelo. Previsiblemente, el anuncio no produjo ningún efecto sobre la movilización. El 25 tuvo lugar en Santiago la “Marcha más Grande de la Historia”, que superó el millón y medio de manifestantes. Durante los días posteriores muchas ciudades de provincia harían lo propio, llegando en algunas a marchar un alto porcentaje de la población local. En ese momento ocurre un cambio cualitativo en el proceso, que se hará más político en sus contenidos y comienza a recurrir a formas tradicionales de la protesta social. Se fortalecen el caceroleo, la marcha, la asamblea. Entran en escena finalmente los cabildos, que pasan a ser los dispositivos más importantes de acción popular, junto a las marchas.
El domingo 27 los medios se poblaron de llamados exigiendo un cambio de gabinete. El presidente, en un visible estado de inoperancia, informó que estudiaría el fin de la excepción constitucional y pidió la renuncia a todos sus ministros, pero sin anunciar aún cambio alguno. Esa medianoche levantaron el Estado de Emergencia en medio de una ola imparable de críticas a las violaciones de los derechos humanos. El lunes se concretaron los cambios en el gobierno, cuya modificación más relevante fue la salida del ministro del Interior Andrés Chadwick, y la designación en ese puesto de un político joven que se había desempeñado como Secretario General de la Presidencia. Escribo estas líneas el 4 de noviembre, en medio de la convocatoria a Paro Nacional realizada por las principales organizaciones sociales del país. El reventón ha ido quedando atrás, la movilización plural, heterogénea, múltiple, se mantiene.
La característica principal de la movilización es su sentido antineoliberal. Un reclamo contra las formas primarias del sometimiento, responsables de la precarización y los privilegios. Contra la pauperización de la vida que impone una economía que se ha revelado como una de las más frágiles de la región ante la crisis global, manejada por una derecha que solo atina a contraer el gasto fiscal mientras profundiza la estructura de privilegios que nadie se molesta en disimular.
Pero si el carácter de la movilización es su amplio y decidido cuestionamiento al modelo, su valor es la apertura. El acontecimiento ha inaugurado una situación nueva, que aún no agota todas sus posibilidades. No logramos predecir su deriva futura, no existen garantías, pero sí sabemos que sus dimensiones son históricas. En ella concurren todas las potencias de la destitución, que horadan al gobierno actual pero también al orden neoliberal en su conjunto.
la apertura es sin garantías
La radicalidad de la calle ha sobrepasado a todas las fuerzas política. No porque se llene de fuego y gases, o porque se colme de esa irracionalidad que a un tiempo teme y rechaza la decencia transaccional de las cúpulas políticas, sino porque allí palpitan las posibilidades de construir lo nuevo. En su expresividad multitudinaria ha terminado por desplazar todas las formas de la representación posdictatorial relegando de paso, a un lugar estrecho y aún poco relevante, a las organizaciones emergentes que afloraron a partir de las grandes movilizaciones de 2011-2012.
Si bien aquellas luchas de comienzos de la década significaron el final del ciclo duopólico de la política chilena y echaron las bases para la aparición del Frente Amplio, no lograron sin embargo dar paso a un formato nuevo. La crisis de esa configuración política que, al alero del sistema electoral binominal, gestionaron la Concertación (gran alianza que iba desde el Partido Socialista hasta la Democracia Cristiana) y la coalición de derecha, se hizo elástica. Los viejos actores se desmembraban, perdían capacidad política, carecían de un modo cada vez más notorio de propuestas, pero seguían allí. El Frente Amplio, la coalición emergente de fuerzas progresista y de izquierda que se constituyó a comienzos de 2017, no logró empujar un nuevo tiempo. En su interior habitan diferentes perspectivas respecto de qué hacer con la vieja alianza concertacionista.
El levantamiento actual ha mostrado una profunda intolerancia a esas formas de la política partidaria. Con ello, la crisis del sistema político se acerca a un momento de resolución aunque, en la medida en que está marcado casi exclusivamente por la destitución de los viejos actores, anuncia un momento de mucho riesgo. El cuestionamiento acontece en los bordes mismos del Frente Amplio, cuya legitimidad no está (todavía) en juego, quizás por la poca relevancia que ha tenido hasta ahora en el conflicto. Como resultado, permanece abierta la pregunta por el tipo de dinámica política que podría emerger de este proceso. No sabemos cuáles serán las vías en que ello pudiera ocurrir, pero sabemos que en ellas se resolverá, en definitiva, el contenido del proceso constituyente.
el lugar de las nuevas izquierdas
El carácter abierto de la coyuntura actual instala dos problemas políticos que urgen ser atendidos. Uno se refiere a los modos del cierre, particularmente, a la posibilidad de una clausura elitista. El cambio de gabinete tuvo como sentido principal la reedición de esa “democracia de los acuerdos” que permitió la gestión civil del neoliberalismo chileno desde 1990, sobre la base de un creciente adelgazamiento social de la participación política. Así se busca reducir el espacio de la política formal, enviando a actores como el Frente Amplio y la coalición de organizaciones sociales llamada Unidad Social a un segundo plano, con el fin de conseguir una incorporación controlada y manejada de demandas sociales que incluyen la nueva constitución. Su consagración implicaría una derrota de la movilización, que daría paso sin embargo a una precaria estabilidad en tanto esas élites no tienen capacidad real de canalización ni procesamiento del descontento.
El otro problema, relacionado con el anterior, es mucho más relevante. Nos indica la necesidad de avanzar en la construcción de lo constituyente en medio de un escenario que se revela impuro y móvil. La dinámica constituyente será un espacio de disputas. El gobierno y la derecha han anunciado ya su disposición a ingresar en el nuevo escenario, lo mismo que las fuerzas de la vieja Concertación. El cuerpo orgánico del neoliberalismo, su militancia más convencida, está dispuesto a defenderlo y no teme a actuar en el descampado, de suerte que el proceso constituyente no advendrá de una consagración institucional de la correlación de fuerzas resuelta previamente. Por el contrario, su carácter transformador deberá resultar de la confrontación que tendrá lugar en su interior. La consigna de una nueva constitución va dejando así de ser en sí misma progresiva y reclama la institución de un poder constituyente originario basado en el pueblo múltiple y participante.
Ese hecho perfila un momento inédito y tremendamente complejo. Es sin dudas una situación muy interesante, en la que podrá reclamarse la amplia capacidad productiva de las fuerzas populares para dar lugar a un modelo de sociedad caracterizado por su profundidad democrática. Forzado por las circunstancias, este proceso deberá ir de abajo hacia arriba, de un modo mucho más marcado que en anteriores procesos latinoamericanos. Radicalizar la participación es la vía para hacernos cargo de las transformaciones que el neoliberalismo ha practicado sobre la democracia. Es lo que hemos aprendido en la experiencia de gobierno local de Valparaíso, que busca permanentemente superar la política empresarizada y restringida con una práctica de reconstrucción de lo común desde una nueva forma de soberanía.
Ello requiere reorientar la potencia destituyente, desde esa conciencia inmediata del sometimiento socioeconómico que marcó el surgimiento de la protesta, a la cuestión propiamente política. Una consigna: los que gobernaron el modelo ayer no pueden ser los que construyan la solución a la crisis hoy. Por eso es fundamental que se terminen de constituir y logren proyectarse los actores democráticos y productivos que, entrelazados con la potencia de la calle, colaboren a dar forma a una sociedad nueva, más justa e igualitaria, orientada a la superación de las múltiples relaciones de sometimiento del capital. Ese lugar sin garantías, que a decir verdad aún reclama su carta de ciudadanía en la coyuntura, es el lugar de las nuevas izquierdas.
Rodrigo Ruiz Encina
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