Hollywood, el ganador de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando era pequeño, tenía una gran afición por los soldaditos de plástico, los pequeños. Aquellos más grandes me parecían algo monstruosos para lo que eran: una tosca pieza de plástico —con sus rebabas incluidas— de un solo color que erradicaba cualquier atisbo de originalidad en los masivos despliegues militares con los que me gustaba pasar las tardes después del colegio. Con el tiempo adquirí una colección bastante importante: cientos de soldados, tanques, aviones, barricadas, cuarteles y banderas con sus respectivas peanas para clavar la enseña. Todo de plástico, nada de lujos.
Además de una numerosa representación de tropas estadounidenses —en su correspondiente verde oscuro, color de honor del soldado de plástico—, tuve también alemanas, japonesas y un compendio de tono mostaza formado por británicos, australianos y neozelandeses a medio camino entre las playas de Galípoli y El Alamein. Vagamente recuerdo —lo que denota que no eran de mis conjuntos favoritos por aquel entonces— algún contingente polaco, quizá francés —las bolsas en las que se vendían aquellos regimientos venían con su respectiva bandera, lo que hacía relativamente sencilla la identificación— y nada, por ejemplo, de italianos. Tampoco íbamos a exigirle una exhaustividad total a la industria del soldadito de plástico. Sin embargo, mi memoria no alcanza a recordar, ni en mi poder ni en los estantes de alguna tienda, soldados soviéticos. Jamás. En aquellos años era un detalle que escapaba completamente de mi atención, pero hoy me resulta cuando menos llamativo por no considerarlo algo casual ni aislado.
Después, o incluso compartiendo cierto periodo transitorio con las tropas con peana, llegaron los videojuegos. Con el acrónimo MOHAA muchos sabrán ya de qué hablo. Aquel mítico Medal of Honor: Allied Assault del año 2002 consistía, básicamente, en ir desde Argelia a la línea Sigfrido con un proto-Rambo norteamericano desguazando medio ejército alemán. De nuevo, ni rastro del ejército soviético. Y de ahí pasé a otra leyenda de principios de siglo como fue Battlefield 1942, donde ya, en el extenso reparto de batallas que jalonan el juego, tres tenían lugar en la URSS y una cuarta en Berlín frente a las doce que protagonizaban los aliados tanto en el norte de África como en Europa y el Pacífico.
Por aquel entonces no era consciente de la gigantesca asimetría histórica a la que asistía. Para mí habían sido indudablemente los Estados Unidos quienes habían doblegado al nazismo, quizá con un honroso papel secundario de los británicos. Otros países participantes, como Francia, Canadá y la propia Unión Soviética, habían estado ahí sin pena ni gloria. El cine tampoco ayudaba, ya que por aquel entonces Salvar al soldado Ryan —película que ha tenido enorme influencia en el mundo del videojuego y en producciones audiovisuales posteriores— era un éxito y los clásicos de referencia basculaban entre Tora, Tora, Tora, Doce del patíbulo, La batalla de Midway, Los cañones de Navarone o Un puente lejano, entre otras. El frente oriental, en el cine, estaba completamente desaparecido.
Aunque todo esto sea un simple recuerdo personal, se enmarca en un proceso cultural y político que ha afectado a buena parte del mundo occidental distorsionando el tamaño de los distintos actores que participaron en un momento tan importante para la Historia como la caída del nazismo. Con un mínimo de rigor histórico, a nadie escapará que el papel de la Unión Soviética fue, como mínimo, tan importante como el del bando aliado. Sin embargo, la representación de este hecho en la cultura popular es prácticamente inexistente. Como es de esperar, motivos no faltan, desde una medida campaña publicitaria y propagandística proveniente de Estados Unidos por razones geopolíticas a la rentabilidad que todavía hoy suscitan los productos relacionados con la Segunda Guerra Mundial. No es un tema menor; a fin de cuentas se dilucidaba quién había ganado uno de los conflictos bélicos más importantes de la Historia.
En 1945 los franceses consideraban que la URSS había sido el país determinante en la derrota de Alemania —probablemente por seguir de cerca el conflicto mediante la prensa—. Cuatro décadas después y hasta hoy, el panorama es el opuesto.
Munición de 35 milímetros
El poder del cine es espectacular. Su papel histórico para moldear conciencias ha ido intrínsecamente ligado a una opción de ocio tremendamente popular en los países occidentales desde los años veinte y treinta del siglo pasado. Era lo suficientemente barato como para que las clases trabajadoras pudiesen permitírselo con asiduidad y lo suficientemente popular para que los más pudientes también quisiesen asistir a las proyecciones. Esta afición hizo del cine el primer producto cultural consumido a gran escala en las sociedades desarrolladas. El poder de la imagen le otorgaba una ventaja fundamental sobre la radio, por lo que rápidamente algunos Gobiernos tomaron conciencia de los beneficios que se podían obtener de su instrumentalización política.
El uso del cine en la propaganda de la Alemania nazi es bien conocido y supone uno de los primeros ejemplos de cómo este arte se convierte en un pilar clave en la homogeneización del pensamiento, no ya por la censura, que cribaba qué se podía ver y qué no, sino por el despliegue técnico y artístico que hacía de la propaganda un producto agradable de ver. No hay que olvidar que el cine siempre ha sido la suma de un conjunto de elementos y el mensaje es solo uno de ellos, no necesariamente el más importante. Así, el cómo se contaba era tan importante como qué se contaba.
“El clavadista”, de Leni Riefenstahl, en los Juegos Olímpicos de 1936 en Múnich. Riefenstahl consiguió un año antes con su película-documental El triunfo de la voluntad el mayor ejemplo del cine propagandístico nazi. Fuente: Lempertz
Estados Unidos comenzó a tomar buena nota de aquello en los años previos a su entrada en la Segunda Guerra Mundial (IIGM) y realizó un importante —aunque en muchos casos torpe— despliegue una vez quedó inmerso en el conflicto. Antes del ataque a Pearl Harbor, la división en la sociedad estadounidense entre los que propugnaban la entrada en la guerra y aquellos que reclamaban el aislacionismo más absoluto era evidente, por lo que el entonces presidente Roosevelt y especialmente su Estado Mayor eran conscientes de la acuciante necesidad de que toda la sociedad tuviese una opinión medianamente uniforme en caso de que el país tuviese que entrar en guerra. Huelga decir que la Administración de entonces, si bien tenía inclinaciones intervencionistas, eran más una cuestión estratégica que deseos reales de entrar en el conflicto. Hasta aproximadamente 1942, el único potencial del que gozaba Estados Unidos era el económico-industrial y el naval. Solo cuando la guerra estalló en Europa comenzaron a plantearse en Washington una verdadera modernización y expansión de los efectivos militares.
Ante la inminencia de la guerra, un doble problema se cernía sobre la sociedad estadounidense. Por un lado, la población, en su mayoría ajena a los sucesos que se estaban viviendo en Europa, debía ser puesta al día sobre qué ocurría en el Viejo Continente y cuáles eran los motivos por los que la Alemania nazi —y posteriormente el Imperio japonés— debían ser derrotados. La segunda cuestión consistía en formar adecuadamente a los millones de reclutas que se incorporarían a filas en cuanto fuese firmada la primera declaración de guerra. Para ambos aspectos, el cine se convertiría en una herramienta fundamental, un elemento de cohesión identitaria tanto en el territorio nacional estadounidense como en el frente.
Las Fuerzas Armadas estadounidenses plantearon reclutar a algunos de los directores de cine más reputados de la época, hoy auténticas leyendas de la cinematografía. En aquellos turbulentos cuarenta se unieron a la empresa John Ford —ya consagrado con La diligencia y Las uvas de la ira—, John Huston, William Wyler o Frank Capra, entre otros. Su misión: trascender los hasta entonces simples documentales militares y llegar al público estadounidenses con producciones de calidad, profundas y que revelasen el trasfondo de la guerra —siempre y cuando la censura militar lo permitiese, lógicamente—. Aquel proyecto tuvo una acogida dispar pese a contar con ambiciosos despliegues como el diseñado por Capra, llamado Por qué luchamos. Sin embargo, este episodio, que ha pasado a la Historia de manera bastante discreta, marcó tanto a los directores personalmente —Ford fue herido en Midway y Wyler se quedó sordo tras volar en un B-25— como su filmografía posterior y el propio devenir del cine en décadas posteriores. En absoluto es casualidad que nada más regresar de la guerra, en 1946, Capra se pusiese tras las cámaras con Qué bello es vivir, película merecidamente presente en cualquier clasificación de las mejores producciones de la Historia del cine como un alegato de la bondad humana y la primacía del bien sobre el mal.
Para ampliar: “La Segunda Guerra Mundial paso a paso en cien películas”, Javier Bilbao en Jot Down, 2014.
Guerra en las pantallas
¿Conocen Cuando pasan las cigüeñas, Masacre: ven y mira o La infancia de Iván? Las tres son películas soviéticas —de las mejores, según los críticos— sobre la Segunda Guerra Mundial. Un vistazo rápido por repositorios especializados de cine nos muestra que su popularidad es notoriamente más baja entre el público general que largometrajes como El puente sobre el río Kwai, La gran evasión o Patton, contrapartes occidentales de la misma época. Es lógico pensar que esto se puede deber a un simple sesgo de proximidad: durante la IIGM, los europeos occidentales consumen cine más cercano geográficamente, mientras que el público europeo oriental prefiere películas que se desarrollan en el extenso frente ruso. Esto, si bien tiene cierta validez por cuestiones de mercado —el europeo occidental es un mercado numeroso y de alto poder adquisitivo—, choca con la enorme asimetría de filmes que abordan la lucha en los distintos escenarios donde se desarrolló el mayor conflicto jamás visto por el ser humano.
El ejercicio es bien sencillo: ¿cuántas películas conocidas tienen como centro el frente soviético? Puede que la más conocida sea Enemigo a las puertas (Reino Unido, 2001) y Stalingrado (Alemania, 1993) como posible segunda opción. Si hilásemos en extremo, podríamos incluir El pianista, lo que también haría entrar La lista de Schindler, pero estas, temáticamente hablando, tienen más relación con el Holocausto —que sí ha sido tratado en el cine con cierta profundidad— que con la guerra en sí. La ausencia de producciones audiovisuales sobre el frente oriental es, por tanto, abrumadora. Leningrado, Moscú, Járkov, Sebastopol, Kursk, el avance sobre Europa oriental o la batalla por Berlín —aquí aparece El Hundimiento— son logros soviéticos no correspondidos en la cinematografía, por lo que no es extraño que esta tendencia continuada haya favorecido la invisibilización de la labor soviética en el conflicto.
En los años inmediatamente posteriores a la finalización del conflicto hubo en los países europeos una ola importante de cine desde esta perspectiva. En buena medida, era una forma de recomponer la identidad nacional y demostrarse cómo se habían deshecho de la Alemania nazi. Guerrilleros, mártires y héroes se entremezclaban con un costumbrismo de posguerra que intentaba aparentar cierta normalidad. La danesa La tierra será roja o la conocida cinta de Rossellini Roma, ciudad abierta, ambas de 1945, son buenos ejemplos de un estilo que se volvió común en Europa. Sin embargo, la moda no duró mucho tiempo. Conforme los países involucrados entraron en nuevas dinámicas económicas e internacionales, la IIGM, artísticamente e identitariamente hablando, perdió importancia.
En los estudios estadounidenses y británicos sí hubo un goteo constante de películas sobre el tema. Había historias y momentos de sobra para narrar, especialmente en el doble frente europeo —Italia y, posteriormente, Francia—. Sin embargo, esta etapa, que se extiende sobre todo entre los años 60 y 80, es probablemente la de mayor peso propagandístico. La guerra se convierte en algo bastante limpio, sin sangre y sin los niveles de destrucción que se verán en las pantallas a partir de los noventa, y la infalibilidad estadounidense contrasta con la suma torpeza de quienes tienen la desgracia de formar parte de la Wehrmacht —Fuerzas Armadas de la Alemania nazi—. Este cine repasa todas las grandes contiendas en las que los estadounidenses —y quizás algunos de sus aliados— se vieron envueltos en Europa o el Pacífico. Además, la industria no escatima en reunir a las caras más conocidas de la época para cada una de sus películas; La batalla de Midway, con Charlton Heston, Henry Fonda, Glenn Ford y Robert Mitchum, refleja claramente cómo se enfocaban este tipo de películas.
Será durante estos años cuando el trasvase histórico se consolide. Estas películas no son cualitativamente buenas, pero sí suponen un despliegue y un tirón de público elevado. De esta manera, ante la inexistencia de cine sobre el frente oriental en Europa, se crea la percepción de que solo Estados Unidos hizo el esfuerzo necesario para vencer al nazismo. Lo que pasase en lo que en aquellos años era el otro lado del Telón de Acero era irrelevante.
También hay que considerar que, desde un punto de vista cinematográfico, el frente ruso es más homogéneo que la diversidad de escenarios del resto del conflicto. Sin entrar en la narrativa, cuyas posibilidades son siempre prácticamente infinitas, el frente oriental se divide en la gran llanura oriental europea o las ciudades. Por ello, este cine parece haberse atascado en el “Vista una, vistas todas”. Evidentemente, esta lógica no hace honor a la cantidad de situaciones políticas, sociales y bélicas vividas en el este de Europa entre 1939 y 1945; más allá de los filmes centrados en Stalingrado se han conseguido hacer otros tan decentes como La cruz de hierro (1977). No obstante, al contrario que Estados Unidos, la Unión Soviética no consiguió explotar su papel en este episodio histórico.
A pesar de hacer numerosas películas —un largometraje patriótico era un seguro para evitar la censura—, la lógica ideológico-cultural soviética los alejaba de ese escenario. Nada tenía que ver aquel cine con el de Serguéi Eisenstein, quien además de introducir grandes innovaciones había fortalecido enormemente la identidad nacional soviética. Ya fuese por los menos recursos disponibles, el menor talento artístico de los directores soviéticos dedicados a este género o la omnipresencia de las autoridades en la producción de las películas —cosa que acabó cansando a directores como Tarkovski, que huyó a Suecia—, en el este de Europa no se generó un relato sólido a través del cine sobre su papel en la mayor de todas las guerras. Otra derrota soviética, como ya ocurriese con la música, en la lucha por la hegemonía cultural.
En los grandes premios del cine europeo, además de los Oscar estadounidenses, el cine soviético apenas cosechó unos pocos galardones. De hecho, las películas más premiadas localizadas en el futuro bloque oriental serían La lista de Schindler y El pianista.
¿Ha cambiado el curso de la guerra?
Los años noventa propiciaron el inicio de un cine revisionista cuya tendencia se ha acrecentado hasta hoy, también gracias a la irrupción de series y videojuegos. Los efectos especiales y digitales han permitido mayor versatilidad en las producciones, que a su vez se ha traducido en mayor realismo. La cinta de Spielberg de 1998 Salvar al soldado Ryan supuso en esta línea un antes y un después.
No obstante, la asimetría histórica se encuentra hoy lejos de solucionarse. Aunque el cine se ha equilibrado algo más —también debido a la reducción de películas sobre el tema—, su relevo lo han cogido las series y los videojuegos, orientados especialmente a un público joven, lo que supone entrar de nuevo con otros elementos en la misma rueda que hace décadas. Sin embargo, cabe aclarar que muchas de ellas no tienen el componente propagandístico que las películas estadounidenses de tiempos anteriores: el punto central no se sitúa en la heroicidad estadounidense —u occidental, por extensión—, sino en la irracionalidad, el sufrimiento y la destrucción que causan las guerras. Hasta Alemania, país en el que este periodo ha sido un tabú cinematográfico, ha empezado a asomar tímidamente la cabeza para reevaluar su papel en estos años. Hijos del Tercer Reich —cuyo título literal en español sería realmente Nuestros padres, nuestras madres— puede suponer uno de los primeros intentos germanos en tratar de reequilibrar los papeles desde un punto de vista más justo e históricamente más amplio, un ejercicio que también han llevado a cabo recientemente Dinamarca o Estonia.
Incluso en las grandes producciones se puede apreciar esta mesura. La serie Band of Brothers, clara heredera del Soldado Ryan de Spielberg —de hecho, el proyecto de HBO está producido por él y Tom Hanks—, poco tiene que ver con el cine de hace unas décadas, ya que la historia se centra más en los personajes y en el trasfondo que en la guerra en sí. The Pacific, su equivalente con el Imperio japonés como enemigo, forma parte de una tentativa similar. De igual manera, Clint Eastwood trató de superar este nuevo enfoque en los últimos años con dos películas, Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, en las que repasa una de las últimas batallas del Pacífico desde cada una de las partes involucradas —estadounidense y nipona, respectivamente—, un ejercicio hasta entonces inédito en el cine bélico.
Mientras tanto, el trío en el mundo de los videojuegos encabezado por Medal of Honor, Call of Duty y Battlefield, si bien en sus inicios abusó de la fijación por las tropas estadounidenses —tampoco hay que engañarse: aquello vendía—, más adelante se ha ido equilibrando —también para no quemar su contenido— mediante nuevos escenarios, ejércitos y momentos históricos. En este punto, lejos ya de las entregas de los primeros años de este siglo, otros títulos dentro del género de la estrategia han hecho importantes avances en dotar de un marco histórico definido a aquellos años y a los distintos bandos, especialmente las sucesivas entregas de Hearts of Iron.
Huelga decir que la percepción que se vive a través de las pantallas aún dista mucho de la realidad histórica vivida. En buena medida, el público europeo occidental sigue creyendo que la victoria aliada en la IIGM —o, más concretamente, la derrota de la Alemania nazi— fue gracias al esfuerzo estadounidense. Esta creencia está lejos de revertirse, aunque países como Rusia, por ejemplo, en un refuerzo de su identidad nacional, está rescatando episodios de su Historia durante esos seis años en largometrajes, al menos en lo visual, impactantes. Puede que con el tiempo consiga colocar alguna producción entre las más vistas o las más premiadas del año, si bien esto aún se antoja lejano. Entretanto, la Segunda Guerra Mundial la habrá ganado quien Hollywood diga.
Fernando Arancón, Madrid, 1992. Director de El Orden Mundial. Graduado en Relaciones Internacionales por la UCM. Máster en Inteligencia Económica en la UAM. Especialista y apasionado de la geopolítica.
Comentarios
Publicar un comentario